jueves, 4 de diciembre de 2008

ENCUENTRO CON WITOLD GOMBROWICZ

Preocupado por el más allá, muy solo y masticando rabia

y hablando imaginariamente con la muerte, ese día

anduve incansablemente por las veredas de Plaza Retiro, hasta que de pronto

me paré muy cerca de la inmensa Torre de los Ingleses

para observar, a lo lejos, el atardecer de autos en movimiento y recortados edificios.

Dadas las cosas así, de golpe me di cuenta que Witold Gombrowicz

- aún medianamente joven pero velozmente envejeciendo - estaba

también parado ahí, mirándome, muy cerca de mí

y sintiendo el mismo nudo en la garganta que yo

tras el sol final de esa tarde, sin nadie más, tan sólo nosotros mismos

cansados vagabundos semiderrotados.

- Mire el reflujo de la ciudad – me dijo él, manteniendo su mirada

quién sabe a qué parte de su interior aunque apuntando

hacia la estación de trenes que teníamos enfrente.

Había en sus cansadas palabras como un corte en el tiempo,

una vuelta hacia ningún lado, acaso intransitable puente donde

desunido, el presente, alzándose en su autonomía, ya no era

parte de la transitoriedad.

Yo entonces, azorado, tan sólo atiné a observar ese reflujo mágico por él señalado

y era todo como un sueño, nostalgias de infancia, alucinaciones o corrimientos

girantes en mi mente, que podrían pero no pudieron ser

dominados en mi tambaleante memoria.

Única débil flexible estructura del tiempo – pensé yo –

en busca a esa altura

de cualquier medio de transporte que nos llevara a ambos

de vuelta al sitio que a cada uno – por obvias pertenencias a tiempos distintos –

nos correspondiera.

O que nos llevara a ambos de vuelta a un clima del corazón

donde cada uno pudiera correctamente situarse sin llorar la despedida eterna.